La sinfonía del mileno de Clive Linley
Clive, en su asiento, trató de evitar que acapararan su atención los detalles técnicos. Ahora era la música lo que importaba, la prodigiosa mutación del pensamiento en sonido. Se encorvó hacia adelante, con los ojos cerrados, concentrándose en cada fragmento que Bo estaba puliendo. A veces clive trabajaba tan exhaustivamente en una pieza que llegaba incluso a perder de vista su propósito último: crear ese placen a un tiempo sensual y abstracto, traducir en aire vibrante ese algo inefable cuyos significados se hallaban siempre, eternamente, más allá de nuestro alcance, seductoramente suspendidos en ese punto en que se funden la emoción y el intelecto. Ciertas secuencias de notas no lograban recordarle más que el reciente esfuerzo de escribirlas.
Bo ensayaba ahora el siguiente pasaje, que no erea tanto un diminuendo como un auténtico encogimiento, y que a Clive le llevó a evocar el desorden de su estudio aquel día, a la luz del alba, y aquel <atisbo> que había tenido sobre sí mismo y que apenas se había atrevido a formular. Grandeza. ¿Era un idiota por haberse permitido albergar tal pensamiento? Sin duda tenía que darse un primer momento de reconocimiento de la propia valía, y sin duda tal momento siempre sería percibido por el sujeto como absurdo.
Extraído de Amsterdam, de Ian Mcewan.
3 comentarios
la cosa esa q t odia -
aver si empiezan a ser mas regulares eh?
x cierto.. m nknta el texto
a seguir asi! muaks!
leysnail -
precioso, precioso
Carleras -