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ideasrecortadas

Recortes

Indecisión o encuesta

Indecisión o encuesta

Qué indecisión

demasiada duda

¿Borro la sección de recortes?

¿O la dejo abandonada por los siglos de los siglos?...

Cunqueiro y el Holandés Errante

  Todos están deacuerdo en que el barco del Holandés es un tres palos pintado de negro , y por cuya cubierta corren luces amarillas. Aunque la mar esté en calma, alrededor del velero se levantan grandes olas y silba el viento. Calculando la fecha en que le fue anunciada a Fouché la bajada a tierra del Holandés Errante - ya saben, veintiún días cada siete años-, le toca desembarcar en la primavera de 1977, Si se toman las precauciones debidas, se sabrá a lo largo de qué costas navega, porque está dicho que siempre ha de acercarse a tierra en medio de súbita y terrible tempestad. Las flotas del mundo unidas podrían acercársele y decirle por banderas que baje sin temor, y que con la colaboración de la << tele>> y la radio, y la prensa, y las revista ilustradas, le encontrarán esposa, tan fiel como la Senta de Wagner. Podría organizarse un concurso. Creo Q sobraría candidatas. Habría que evitar, eso sí, que el buque fantasma se hundiese, el hermoso velero de Amsterdam, botado en el siglo XV. Podría servir como museo a flote, o como refugio de los fantasmas de todos los naufragios antiguos.

Extraído de Fábulas y leyendas de la mar, de Álvaro Cunqueiro

L´amour, la gran diversión

Hace muchos años, cuando era joven y estaba soltero, las muchachas me gustaban con locura. No es una característica insólita, si tenemos en cuenta que era un mozo destinado a ser un obseso sexual en potencia.

La verdad es que si a un joven no le gustan las muchachas es más probable que un psicoanalista termine por decirle (por supuesto después de cuatro años a treinta y cinco dólares la sesión) que, o bien está enamorado de su madre, o de su padre o del muchacho de enfrente. No me entra e la cabeza que cualquiera de los lados de este triángulo pueda tentar a un joven (o a un viejo), y eso sin contar con que la mayor parte de la sociedad, como es bien sabido, desaprueba las desviaciones sexuales. De manera que aconsejo a todos los jóvenes que se dediquen a perseguir niñas desde el mismo día en que aprendan a atarse los cordones de los zapatos y que se olviden de las tendencias anormales que podrían llevarlos a la ruina física, moral y, hoy, incluso política.

Extraído de Memorias de un amante sarnoso, de Groucho Marx.

La sinfonía del mileno de Clive Linley

  Clive, en su asiento, trató de evitar que acapararan su atención los detalles técnicos. Ahora era la música lo que importaba, la prodigiosa mutación del pensamiento en sonido. Se encorvó hacia adelante, con los ojos cerrados, concentrándose en cada fragmento que Bo estaba puliendo. A veces clive trabajaba tan exhaustivamente en una pieza que llegaba incluso a perder de vista su propósito último: crear ese placen a un tiempo sensual y abstracto, traducir en aire vibrante ese algo inefable cuyos significados se hallaban siempre, eternamente, más allá de nuestro alcance, seductoramente suspendidos en ese punto en que se funden la emoción y el intelecto. Ciertas secuencias de notas no lograban recordarle más que el reciente esfuerzo de escribirlas.

   Bo ensayaba ahora el siguiente pasaje, que no erea tanto un diminuendo como un auténtico encogimiento, y que a Clive le llevó a evocar el desorden de su estudio aquel día, a la luz del alba, y aquel <atisbo> que había tenido sobre sí mismo y que apenas se había atrevido a formular. Grandeza. ¿Era un idiota por haberse permitido albergar tal pensamiento? Sin duda tenía que darse un primer momento de reconocimiento de la propia valía, y sin duda tal momento siempre sería percibido por el sujeto como absurdo.

Extraído de Amsterdam, de Ian Mcewan.

El teatro de la vida

El teatro de la vida

Cuando una incomprensible comenzón de escribir me puso por primera vez la pluma en la mano para hilvanar en forma de discurso mis ideas, el teatro se ofreció primer blanco a los tiros de esta que han calificado muchos de mordaz malidencia. Yo no sé si la humanidad bien consiederada tiene derecho a quejarse de ninguna especie de muración, ni si se puede decir de ella todo el mal que se merece; pero como hay millares de personas seudofilantrópicas, que al defender la gracia de tenerlos por individuos, no insiteré en este pensamiento. Del llamado teatro, sin dudad pora antonomasia, déjeme suavemente deslizar al verdadero teatro; a esa muchedumbre en continuo movomiento, a esa sociedad donde sin ensayo previo ni auncio de careteles, y donde a veces hasta de balde y en balde se representan tantos y tan distintos papeles.

Extraído del artículo Un reo de muerte de Mariano José de Larra. El artículo es demasiado extenso para este blog, pero os invito a todos a leerlo completo.

Juan Gualberto, el Barbas.

Juan Gualberto, el Barbas.

  - Parece como que hablara usted del año 20, coño.

 - No es eso, Barbas. No hablo de lo que es sino de lo que debería ser.

 - Por eso.

  Allá por el año 20, el Juan Gualberto era un hombre libre, tras un animal libre, sobre una tierra libre. Aún no había subido la munición y el Juan Gualberto compraba cartuchos de pólvora con humo que eran más económicos. por entonces, el Juan Gualberto no había oído hablar del ojeo. Por entonces, para comer peces todavía era necesario mojarse el culo. Pero aquellos tiempos quedan muy lejos.

  - Antaño las perdices se cazaban con las piernas, ¿es cierto esto, jefe, o no es cierto?

  - Cierto, Barbas.

  - Hoy basta con aguardar.

  - Así es.

  - ¿y sabe quién tuvo la culpa de todo?

  - ¿Quién, Barbas?

  - Las máquinas.

  - ¿Las máquinas?

  - Atienda, jefe, las máquinas nos han acostumbrado a tener lo que queremos en el momento en que queremos. Los hombres ya no sabemos aguardar.

  - Puede ser.

  - ¿Puede ser? El hombre de hoy ni espera, ni suda. No sabe aguardar ni sabe sudar. ¿Por qué cree usted que va hoy tanta gente al fútbol ese?

 Extraído de Viejas historias de Castilla la vieja, de Miguel Delibes

Asesinato tremendista en casa de los Duarte

  Había llegado la ocasión, la ocasión que tanto tiempo había estado esperando. Había que hacer de tripas corazón, acabar pronto, lo más pronto posible. La noche es corta y en la noche tenía que haber pasado ya todo y tenía que sorprenderme la amanecida a muchas leguas del pueblo.

(...)

  Pensé en cerrar los ojos y herir. No podía ser; herir a ciegas es como no herir, es exponerse a herir en el vacío...Había que herir con los ojos bien abiertos, con los cinco sentidos puestos en el golpe. Había que conservar la serenidad, que recobrar la serenidad que parecía ya como si estuviera empezando a perder ante la vista del cuerpo de mi madre.

(...)

  Fue el momento mismo en el que pude clavarle la hoja en la garganta...

  La sangre corría como desbocada y me golpeó en la cara. Estaba caliente como un vientre y sabía lo mismo que la sangre de los corderos.

  La solté y salí huyendo. Choqué con mi mujer a la salida; se le apagó el candil. Cogí el campo y corrí, corrí sin descanso durante horas enteras. El campo estaba fresco y una sensación como de alivio me recorrio las venas.

  Podía respirar...

Extraído de La familia de Pascual Duarte, de Mariano José Cela

El sabio Athos

- Mi querido Athos - Dijo D´Artagnan-, os admiro, pero después de todo estábamos en culpa.

- ¿Cómo en culpa? - prosiguió Athos -. ¿De quién es el aire que respiramos? ¿De quién el océano sobre el que se extienden nuestras miradas? ¿De quien la arena sobre la que estamos tumbados? ¿De quién la carta de vuestro amante? ¿Son del cardenal? Ese hombre se figura que el mundo le pertenece; estáis ahí, balbuceante, estupefacto, aniquilado; parecía que la Bastilla se alzaba ante vos y que la gigantesca Medusa os convertía en piedra. Veamos, ¿es conspirar estar enamorado? Vois estáis enamorado de una mujer a la que el cardenal ha hecho encerrar, queréis apartarla de las manos del cardenal; es una partida que jugáis con Su Eminencia: esa carta en vuestro juego, ¿por qué ibais a mostrar vuestro juego a vuestro adversario? Eso no se hace. ¿Que él lo adivina? En buena hora. Nosotros adivinamos el suyo de sobra.

(...)

Extraído de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas